lunes, 8 de septiembre de 2014

Leer o no leer.. ¿pero qué?

Leonardo Padura Fuentes
Parece un hecho comprobado que los índices de lectura en Cuba van en descenso. Y a primera vista no parece algo extraño: a nivel mundial la tendencia a que disminuya la cantidad de lectores es sostenida y preocupante y muchos achacan el fenómeno –entre otros factores de índole social e incluso económica- a la preferencia de los más jóvenes por opciones relacionadas con las nuevas tecnologías.

Esta situación ha provocado ya la crisis de las pequeñas y medianas editoriales, la concentración de sellos bajo la égida de grandes grupos de edición, la disminución de libros publicados (y vendidos) en el tradicional soporte de papel y el inicio del mercado digital que ha llegado acompañado con el cáncer de la piratería.

Y aunque en Cuba cada vez más se observa la existencia de procesos que tienen un carácter global, propios del tiempo histórico en que vivimos, la disminución del número efectivo de lectores tiene además otras causas endógenas que en buena medida están vinculadas con los problemas que en el último cuarto de siglo ha confrontado la industria cultural doméstica.

Desde los albores de la década de 1990, con la irrupción de la crisis económica, el proyecto editorial cubano sufrió una drástica contracción, tanto en cantidad de títulos como de ejemplares publicados. Desde entonces, la gran masa de lectores existente en el país (de cuya cuantía nos atrevíamos a quejarnos en aquellos tiempos) comenzó a disminuir ante la dificultad para satisfacer sus demandas y, mucho más, sus gustos. Y aunque desde finales de aquella década empezó a observarse una relativa recuperación en la industria editorial, nunca la demanda potencial ha vuelto a sentirse satisfecha y solo con mucho trabajo a verse recompensada con el acceso a las obras más cotizadas entre las puestas en circulación por las editoriales cubanas debido a la casi siempre insuficiente cantidad de ejemplares estampados. Si a esto se suma el hecho de que en el país no se importan libros, es lógico que al cabo de 25 años, viviendo en un mundo que es cada vez menos lector y con esas carencias propias, los resultados lamentables estén a la vista: en Cuba existen hoy menos lectores y podrán seguir decreciendo en el futuro.

Una de las alternativas que el mercado internacional ha explotado siempre para tener compradores ha sido el de la creación, artificial o justificada, de ciertas modas. Y el mercado de la publicación y venta de libros no ha sido ajeno a esa práctica. En las últimas décadas, por ejemplo, la llamada literatura de autoayuda o la de cierto carácter esotérico (dos variedades que a veces se mezclan) ha vivido sus mejores tiempos comerciales en virtud de las necesidades de unos individuos y unas sociedades siempre abocados a la crisis –o inmersos en ella. Pero también en años recientes, y en este caso como resultado de una feliz conjunción de una cierta calidad estética con un gusto establecido y resistente, se ha potenciado la moda de la novela negra o policial y, dentro de ella, la de los autores nórdicos, quienes han ayudado a sostener e incluso a rescatar la cercanía de muchos lectores con la literatura artística.

El gran boom que en la última década ha vivido esta literatura creada en países como Suecia, Noruega, Dinamarca e incluso la remota Islandia es un fenómeno de carácter mundial del cual los lectores cubanos han tenido muy pocas noticias. En los años anteriores a la crisis de la década de 1990 se publicó en la isla la única –que yo recuerde- novela policial nórdica que se ha distribuido en el país. Aquella novela, titulada Los terroristas, editada por la popular colección El Dragón (1985), era una de las obras creadas por los autores suecos Maj Sjöwall y Per Wahlöö, justamente considerados los padres de la novela policial escandinava y los forjadores del carácter esencial que esa literatura ha tenido hasta hoy: el de una novelística de fuerte acento social, con una mirada crítica sobre la pérdida de valores entre los ciudadanos de unas sociedades donde, paradójicamente, se ha alcanzado un alto grado de bienestar económico.

Pero, tras aquella solitaria edición, solo existe hoy el vacío, apenas mitigado un contacto sesgado con esa escuela literaria: el que se ha concretado a través del cine –en especial con la trilogía Milenium de Steig Larsson y algunas películas de la saga del comisario Wallander (Henning Mankell)- y de series televisivas –muchas de ellas no trasmitidas en Cuba pero de alta calidad artística como la danesa El asesinato o la sueco-danesa El puente, que han circulado por canales alternativos.

La obra de autores como los antes citados Steig Larsson y Henning Mankell, dos suecos que han visto convertidos sus libros en best sellers mundiales solo han sido leídos de manera casual por los cubanos, que también desconocen, por supuesto, las obras de los noruegos Anne Holt y Jo Nesbo, de los otros integrantes del "team" sueco entre los que figuran Asa Larsson, Camila Läckberg y Hakan Nesser, y del aclamado novelista islandés Arnaldur Indridason, el creador del atormentado comisario Erlendur Sveisson.

Esta novelística policial, siempre permeada de un interés social, resulta cualitativamente tan irregular como cabe esperar de cualquier movimiento de estas características. Así, mientras autores como Mankell y Indridason se destacan por su solvencia literaria (aun cuando nunca llegan al riesgo de la experimentación y a la profundización estilística), otros son cultores seguros de la novela de intrigas criminales, como Nesbo o Asa Larsson, y otros más creadores de libros que aprovechan todos los recursos de éxito garantizado para construir sus historias, como lo hizo Steig Larsson, con una habilidad notable y un éxito tan atronador que, en su propio país, donde viven 6 millones de personas, se asegura que llegó a vender 3 millones de copias de su trilogía.

¿Cuándo y cómo los lectores que todavía existen en Cuba (y que, por fortuna, siguen siendo muchos) podrán tener acceso a esa y otras literaturas contemporáneas con las cuales se puedan identificar, instruir, recrear, actualizar, comparar? ¿Cuándo podrán conocer la literatura de los nuevos clásicos norteamericanos como Philip Roth, Paul Auster, Cromac McCarthy y Jonathan Franzen o los latinoamericanos Fernando Vallejo, Jorge Franco, Jorge Volpi y Horacio Castellanos Moya, entre tantos otros? La posible respuesta no parece ser demasiado alentadora, por lo que se impone la búsqueda de alternativas, pues lo cierto es que lo obtenido en el territorio de la lectura puede seguir deteriorándose si a sus consumidores no se les alimenta conveniente e inteligentemente. Es verdad que existen ingentes problemas de origen económico gravitando sobre la solución directa (compra de derechos y publicación en Cuba o importación de ejemplares físicos o de obras virtuales) pero también es verdad que una carencia sostenida puede conducir no ya a la merma que vivimos, sino a la catástrofe a la que podemos llegar. (2014)


 

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